Veo, Veo
Robb
odiaba el trabajo de su padre. Se levantaba a las siete, volvía por
la noche. Se había perdido carnavales y cumpleaños. Decidió que no
se lo perdonaría. Hasta que el hombre prometió llevarlo al zoo.
Padre
e hijo subieron a su coche sábado por la mañana, les esperaba un
camino largo y tortuoso a través de las montañas. Demasiado largo
para el gusto de Robb.
–Papá,
¿podemos jugar a algo?
–¿No
ves que estoy conduciendo? Más tarde.
El
niño suspiró. El hombre lo escuchó. La infancia de su único hijo
se escapaba, y él no había tenido tiempo para disfrutarla.
–Está
bien –decidió el padre–. Veo veo.
–¿Qué
ves?
No
llegó a saberlo. Su padre dio un volantazo hacia la derecha. Robb se
hizo daño en la cabeza, tanto que tuvo que dormirse para olvidar el
dolor.
Lo
que ninguno de ellos vio, fue aquella curva.
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